TEORÍA POLÍTICA

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El estado es un aparato de compulsión y coerción. Esto no sólo se refiere al estado "vigilante nocturno" sino igualmente a cualquier otra pública administración y, particularmente, a la república socialista. Cuanto el estado hace es siempre a base de fuerza y coacción. La genuina función estatal consiste en evitar toda perturbación del orden público; a tal cometido se agrega, bajo un sistema socialista, el control de los medios de producción.

Los romanos, con su sobria lógica, representaban el estado mediante el célebre emblema del hacha y el haz de varas. Frente a tan clara y realista visión quiritaria, mucha confusión, modernamente, en torno al concepto de qué sea el estado, ha creado un abstruso misticismo que quiere hacerse pasar por filosofia. Para Schelling, por ejemplo, el estado es visible y directa imagen de la vida absoluta; una primera visión del Alma mundial, de lo Absoluto; goza de personal razón de existencia y, por encima de todo, debe cuidar de su propia pervivencia. Hegel, por su parte, asegura que la Razón Absoluta revélase en él, viniendo a ser como plasmación del Espíritu Objetivo; es ética idea transformada en orgánica realidad; revelación de la voluntad sustancial, que, sólo ella misma comprende. Los discípulos, después, superaron a sus propios maestros en esa deificación del estado. Nietzsche, de otro lado, asegura que es el más frío de los monstruos fríos. Y eso, ¿qué quiere decir? El estado no es ni frío ni caliente. Es un concepto abstracto, en cuyo nombre actúan específicas personas que constituyen los órganos de gobierno, 1o que llamamos la administración, y se justifica por su objeto: la defensa de la sociedad. Pero sus servidores, los funcionarios, no son más que hombres; cuando infligen daño, la víctima padece y no sufre menos por el hecho de que el castigo provenga del estado.

El daño que uno causa a otro, a ambos perjudica; al que lo soporta e igualmente al actor. Nada corrompe más al hombre que el ser instrumento de la ley, haciendo, por tal motivo, padecer a los demás. Embarga al inferior un sentimiento de ansiedad, se hace servil y adulador; no menos despreciable, sin embargo, es la farisaica virtud, presunción y arrogancia del superior.

El liberal quisiera quitar acritud a la relación entre funcionario y ciudadano. No comulga, desde luego, con las ideas de esos románticos que defienden la conducta anticívica del delincuente, que propugnan la supresión de jueces y guardias y aun la desaparición del estado. Admite el liberalismo que el aparato estatal es necesario, que hay que sancionar al criminal; pero entiende que tal penalidad no tiene más justificación que la evitación, en el grado posible, de conductas perniciosas para la supervivencia de la sociedad. El castigo no ha de ser ni vindicativo ni rencoroso. Que el delincuente sienta el peso de la ley, pero que nunca sea víctima del odio de sus legales juzgadores, ni del de las masas, dispuestas siempre al linchamiento.

Lo más pernicioso de ese poder coercitivo que el estado encarna es que tiende siempre a coartar la innovación y el progreso, precisamente por apoyarse en la mayoría. El estado, ya lo hemos dicho, es necesario, pero no menos cierto es que todos los adelantos que tanto han mejorado la suerte de la humanidad fueron fruto de mentes minoritarias que hubieron invariablemente de luchar sin descanso contra el inmovilismo oficial. El inventor, el descubridor de cosas maravillosas, a lo largo de la historia, siempre tropezó con el estado y sus funcionarios. Eso es precisamente lo que el incorregible estatista echa en cara a los díscolos innovadores. El liberal, en cambio, los comprende y compadece, si bien ha de condenar los métodos contestatarios e ilegales a que muchas veces recurren para abrirse paso. El liberal no puede, por principio, admitir el derecho de rebelión contra el estado y reconoce la necesidad de que haya prisiones y carceleros. El alzamiento armado es el último recurso a que la minoría sojuzgada recurre para librarse de la opresión de la mayoría. Pero conviene más que la minoría procure, por la vía intelectual, devenir mayoría y entonces efectuar las oportunas reformas. La legislación, además, debe reconocer a todos un cierto ámbito de libertad. No se puede acorralar a quienes piensan distinto que el gobernante, dejándoles sin salida, de suerte que no tengan más alternativa que o servilmente someterse o lanzarse al desmantelamiento del aparato estatal por la violencia(*).

(*) A. H.: Págs. 756, innovaciones; 1046, deificadores del estado (N. del E.). Ludwig von MISES. Liberalismo. Segunda edición; Unión Editorial S.A., Madrid, 1982. Los fundamentos de la política liberal, pags. 79, 80 y 81.


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© Copyright Gabriel J. Boragina - 04/06/1999