REFLEXIONES SOBRE EL DERECHO

Por CH. GOODMAN

Derechos humanos, civiles, iguales, de los trabajadores, de los niños, de las víctimas, de los victimarios, de los homosexuales...

Desde que el presidente Carter comenzó a ocuparse de los derechos humanos hasta el polémico resultado de la votación de Miami en contra de los homosexuales, la cuestión de los derechos figura en los titulares de todos los periódicos. Aun cuando el asunto no tenga nada que ver, como en el caso de las drogas o el desarme, el tema de los derechos siempre surge. *

De la cuna a la tumba, los individuos exigen el reconocimiento de ciertos derechos que les permitirán mejorar su situación. Todos estos derechos, con independencia de su valor, se amparan en las nociones de libre elección, dignidad humana y garantías constitucionales.

La gente demuestra una actitud hacia los derechos que parece haber reforzado la famosa proclama de Voltaire sobre la libertad de expresión: "No acepto lo que Ud. dice, o hace y es, pero defenderé ante la justicia su derecho a decir, o hacer y ser, siempre y en todo lugar".

Esto suena bastante tolerante y sensato, de allí que resulte fácil entender por qué tantas personas comparten esta creencia. Pero tiene verdadera validez? ¿Es justo todo lo que se promueve como un derecho?

En nombre de los derechos humanos, soportamos la pornografía y la obscenidad, concedemos justicia al delincuente y se la negamos a la víctima, aducimos habilidad y buena disposición cuando en realidad se trata de indolencia; en los trabajos nos dejamos guiar por las apariencias y no por la capacitación. Nadie puede ser lo que es si no está asociado a tal o cual gremio o liga; y un maestro debe cuidarse muy bien de lo que dice si su escuela recibe fondos del gobierno.

La naturaleza de los derechos

Ahora bien, ¿qué son los derechos? ¿La gallina de los huevos de oro que utilizamos a voluntad con mínimas restricciones y preocupaciones de nuestra parte? ¿O tienen los derechos un fundamento que preferimos soslayar? La mayoría de las declaraciones de derechos, como la Declaración universal de los derechos humanos de los Naciones Unidas, y los Acuerdos de Helsinki, presumen, más que establecen, la existencia de necesidades mínimas que deben satisfacerse en bien de la humanidad. No obstante, comprender un poco el por qué de nuestros derechos nos ayudaría a entender cuáles son esos derechos.

En el curso de la historia, siempre se han registrado dos tendencias tradicionales. La primera entiende que los derechos significan acciones humanas libres de toda restricción. Este camino fue señalado por Rousseau, Freud y Sartre, junto con la influencia darwiniana. Si bien estos hombres no aprobaron todas las manifestaciones actuales de los derechos, abrieron el camino de nuestra cultura "librepensadora" que propugna un estilo de vida libre. Opuesta, aunque a menudo vinculada con esta tradición, figura otra corriente cuyos principales exponentes fueron Cicerón, Locke y Jefferson. Esta otra corriente, coincidentemente con nuestra herencia cristiana, sostiene que en el marco del derecho natural existen derechos inalienables concedidos por gracia de Dios.

Basándonos en esta breve reseña, describiremos los dos criterios generales actuales en materia de derechos.

Ambos afirman que ciertos derechos existen en forma natural y escapan al control ejercido por la sociedad. Si comparamos las dos posiciones, comprobaremos que se diferencian en algunos aspectos morales. Por ejemplo, aprueban nuestra "Declaración de derechos" pero disienten con relación a cuáles son los derechos "retenidos por el pueblo", en virtud del capítulo IX de la Constitución (1). Ambas posiciones manifiestan desconfianza por las maquinaciones de los gobiernos muy centralizados. No obstante, estas dos corrientes de opinión son muy distintas, como también lo son las consecuencias sobre el gobierno y la sociedad según se favorezca una tendencia u otra.

¿El grupo o el individuo?

El primer criterio sostiene que la conducta individual, siempre que no atente contra la integridad física ajena, es de estricta incumbencia personal y debe aceptarse como tal, sin reserva acerca de las consecuencias. Los derechos y los intereses de los individuos son supremos. La existencialista voluntad libre es la única guía. En realidad, el término "libertad’ define mejor el concepto que el vocablo "derechos"; aunque en la actualidad se utilicen indistintamente. En este sentido, la libertad no es la estrella guía que imaginamos al hablar de las libertades norteamericanas.

La sociedad asimiló este criterio para bien y para mal. Mencionaremos como ejemplo a dos subculturas típicas: una es el estilo de vida hippie (sin comentarios), y la otra esta representada por el "estado benefactor" y la multitud de derechos que consecuentemente se pretende que existen. Si cada individuo tiene derecho a vivir como le plazca; en caso de no poder concretar el estilo de vida que se propone, ¿la sociedad no tendría que apoyarlo para quo lo logre? La conclusión lógica puede apartarse de la premisa, pero no lo hace en el moderno "estado benefactor".

El segundo criterio es similar en apariencia, pero distinto en profundidad. Considera que los derechos son la defensa natural y adecuada contra las agresiones de los particulares, la sociedad o el gobierno. Enfatiza la importancia del individuo o del grupo por sobre el estado, aunque el lugar de preeminencia lo ocupa Dios o algún concepto acerca de principios divinos. Un buen tópico para sermones, sin duda, pero su aplicación está más allá de los púlpitos. No obstante, deberíamos intentar ponerla en práctica sin profundizar mucho en la filosofía ética ni en las deformaciones provocadas en su nombre, como es el caso de la esclavitud o la explotación.

Al estudiar la cuestión, es probable que concluyamos en que los derechos no pueden existir aislados de las circunstancias ni depender de preferencias individuales, porque de ser así, estarían en constante conflicto. Porque si los derechos son materia de controversia, cualquier discusión acerca de ellos es tan concluyente como discutir si es más rico el pastel de manzanas que las tostadas con mermelada. Los derechos pueden representar dos cosas: el dominio individual que cada hombre tiene de si mismo, o el sometimiento del hombre a reglamentaciones arbitrarias emanadas del gobierno. Algunos conflictos aparentes, como el relativo a la propiedad privada contra la expropiación, demuestran que los derechos no siempre abarcan todo lo que nosotros creemos. Gran parte de la historia de la civilización se escribió a la luz del "derecho divino de los reyes", opuesto al derecho de los ciudadanos. Ese derecho divino no era en absoluto un derecho, sino una usurpación del poder. Además, si clasificamos a los derechos en "principales" y "accesorios" llegamos a un contrasentido, ya que un derecho accesorio no existe si no puede implementarse invocando el principal. Todavía nos queda mucho por profundizar.

El aspecto relativo a la responsabilidad

El diccionario define a los derechos como: "aquello que una persona puede exigir con justicia mediante la ley, la naturaleza o la tradición". La definición es correcta, aunque incompleta. Esta definición puede ampliarse entonces diciendo que los derechos se refieren al modo en que cada uno de nosotros espera ser tratado por los demás, y a la manera en que cada uno de nosotros trata a los demás. Desafortunadamente, a menudo olvidamos el aspecto "cómo tratamos a los demás"; es decir, la responsabilidad. Es cierto que tengo derecho a trabajar; pero no en cualquier lugar, percibiendo cualquier salario o en cualquier tipo de condiciones. Si mis hábitos de trabajo no son aceptables para mi patrón, o mi estilo de vida lesiona su reputación, mi derecho a trabajar no puede anular su derecho a establecer ciertas condiciones de empleo. Mi derecho a trabajar implica la aceptación por mi parte de las condiciones requeridas por el patrón. A su vez, es responsabilidad del patrón respetar mi derecho a percibir el salario a precio de mercado y a recibir un trato considerado. Otra de nuestras responsabilidades, que nada tiene que ver con el "estado benefactor", es la que existe hacia las personas verdaderamente en situación desventajosa o físicamente disminuidas. (Lo cual no significa que debamos ocupar el lugar que dejaron quienes por falta de voluntad no aceptaron esa responsabilidad ).

Por ende, los derechos y las responsabilidades van juntos. Pero esto no es todo. Mientras no existe un catálogo divino de derechos y consiguientes obligaciones, sí existen—por más que mucho las cuestionemos- normas universales de conducta moral que regulan los derechos y las responsabilidades. En Occidente, estas normas provienen generalmente de la herencia judeocristiana. No se trata de convertirse en santos beatíficos, sino de proceder correctamente todos los días del año.

¿Esta relación implica que todos los derechos están atados a una determinada ley moral? De ninguna manera. Imaginen una barcaza navegando por las aguas turbias del Missouri, atravesando las zonas peligrosas del río, merced a las boyas que le indican el camino. Del mismo modo los canales de los derechos están indicados por las boyas de la moralidad. Conforme a este segundo criterio, los derechos pueden accionar libremente, pero sin transgredir los preceptos morales que los regulan. En otros términos, nadie tiene ningún derecho divino inalienable para hacer algo moralmente censurable, o para obligar a los demás a aceptar un procedimiento reñido con la ética.

Observancia de la ley moral

Los habitantes de los Estados Unidos sienten una devoción especial por tres derechos inalienables: la vida, la libertad y la conquista de la felicidad (o la propiedad, como sostuvo Locke en un principio). Estos derechos no están escritos en el firmamento ni garantizados por la historia. Más precisamente, ellos son derechos por su naturaleza moral, que los justifica; permitir que ellos sean cercenados por la intervención de terceros, reyes o políticos, es moralmente censurable.

¿Qué criterio sobre los derechos debe guiar al derecho y a la cultura norteamericanos: la ausencia de restricciones o la observancia de la ley moral? Si somos sensatos y honestos, es probable que respondamos: "Un poco de ambas cosas". Independientemente de nuestras preferencias, es muy difícil impedir que la gente cometa faltas que no involucren a los demás. Inclusive nosotros podemos llegar a cometerlas. Entonces, en principio, toda persona tiene derecho, o sea, libertad, de proceder incorrectamente; puede maldecir al Creador, y aunque niegue su alma, la ley no está facultada para castigarlo: puede abusar de su cuerpo o pervertir su mente. Pero, he aquí el punto principal de equilibrio: conforme al segundo criterio, no existe ningún derecho de obligar a los demás a apoyar reiterada e insistentemente nuestros vicios personales, trátese de drogadicción, gula o indolencia. El hombre de la calle tiene derecho a fumar, siempre que se encuentre en la calle. Pero no puede entrar fumando en cualquier casa, sin el consentimiento del dueño.

A esta altura, cabría exponer otro pensamiento vinculado con el tema. Muchos de los elementos que incluimos en el asunto de los derechos, no tienen mucho que ver directamente con ellos, sino que implican preferencias y decisiones personales; como sucede con muchas cuestiones energéticas y ecológicas. Algunos están en favor de una mayor conservación; otros favorecen una mayor utilización y consumo. Ningún grupo tiene un derecho inherente a imponer su punto de vista, así como ninguno tampoco tiene derecho a explotar la situación injustamente a expensas de los demás. Pero todos tenemos derecho a participar en la polémica y a disfrutar de los beneficios consiguientes. En otros términos: a veces exigimos tener derecho a un cierto resultado, cuando en realidad lo que corresponde es exigir el derecho a intervenir en el proceso que puede originar ese resultado.

La actual conmoción relativa a la homosexualidad ilustra algunas de las cuestiones existentes acerca de los derechos. En realidad, hay dos intereses en juego en la manifestación y las actividades político—religiosas de los homosexuales. El asunto de la igualdad de derechos está muy promocionado; y en relación al tema, aunque con menos publicidad, existe una moción para conseguir la aprobación pública. Muchos heterosexuales no sólo concederían esos derechos, sino que también los aprobarían. ¿Tienen razón? ¿Deberíamos eliminar todos los impedimentos legales para aceptar libremente la homosexualidad?

¿Quién tiene derechos?

Con referencia a los derechos de los homosexuales, existen dos importantes factores filosóficos y prácticos que no se han diferenciado claramente. El primero cuestiona: ¿los derechos de qué personas se violan? El segundo gira alrededor de un concepto más amplio: ¿cómo definimos y determinamos los derechos en la sociedad norteamericana? Consideremos uno por vez.

El creciente número de homosexuales y partidarios de la homosexualidad ha ganado un punto a favor al poner de relieve la aparente incongruencia de la posición adoptada por los opositores. Sostienen que quienes aborrecemos la homosexualidad reaccionamos menoscabando los derechos de los homosexuales en áreas que nada tienen que ver con esta situación particular; con especial referencia al empleo y la vivienda, nociones propugnadas en la votación de Miami contra una disposición que los discriminaba. ¿Esta situación es válida? Si así fuera, la culpa es nuestra por no haberla evitado a tiempo.

¿De qué manera podemos impedirla? En primer lugar, reconociendo que todo el mundo tiene los mismos derechos fundamentales, porque sino los derechos carecerían de sentido. Un asesino tiene los mismos derechos que una corista; salvo en lo que respecta al castigo, ya que el primero pierde ciertos derechos por haber privado a su víctima del derecho a la vida.

En segundo lugar se advertirá que en la actualidad, un homosexual tiene derecho a vivir o a trabajar donde le plazca, siempre que los responsables de proveerle vivienda o trabajo lo acepten. Pero, si él tiene derecho a cualquier vivienda que desea, ¿acaso ustedes y yo, en calidad de posibles vendedores, locadores o vecinos, no perdemos el derecho de controlar nuestra propiedad según nuestras propias pautas? En este caso, entonces, su derecho estaría en conflicto con el nuestro y daría origen a una circunstancia de imposible solución.

La misma noción que regula los empleos, se presenta en la delicada área educativa. El docente es un modelo y un eficaz medio de comunicación. Si se permitiera ejercer la docencia a un homosexual confeso, tanto él como la dirección de la escuela estarían manifestando ante los alumnos, los padres y todos los miembros de la comunidad escolar, que la homosexualidad es aceptable. Una reciente decisión Judicial del estado de Washington dispuso que en docencia la homosexualidad es causal de despido.

Una de las últimas encuestas Harris reveló que el 54,18 % de la mayoría de los norteamericanos se opone a la discriminación ocupacional de los homosexuales. No obstante, mucha gente los excluiría del ejercicio de ciertas profesiones, como la docencia, la abogacía y la psiquiatría. Pero la encuesta no comprendió un punto fundamental: ¿quién puede decidir cuándo debe emplearse o no a un homosexual, si no los responsables de cubrir esa vacante?

Hay otro punto digno de comentarse antes de proseguir al segundo elemento de la polémica sobre los derechos de los homosexuales. La homosexualidad, como lo destacan las Sagradas Escrituras y la tradición, es un acto particularmente repulsivo. Sin embargo, los argumentos precedentes acerca del empleo y la vivienda no son válidos sólo para este acto; sino que también la ebriedad, la drogadicción, la prodigalidad y aun el desaliño y la indolencia se encuentran comprendidos entre las costumbres indeseables que no debemos permitir y que, amparándose bajo el ala protectora de los derechos, perjudican el derecho real que tienen los empleadores, los locadores, los vecinos o el público en general de controlar lo que les pertenece. Por otra parte, tampoco es procedente utilizar a los derechos como pantalla para ocultar los prejuicios o la codicia, por parte de los puritanos.

¿Quién define qué son los derechos?

Ahora bien, consideremos el segundo elemento: ¿quién define los derechos en una sociedad? Si bien estamos convencidos de la trascendencia de los derechos y los principios éticos, las leyes y las costumbres que los regulan están hechas por el hombre en su constante puja por los derechos y las libertades. En algunas ocasiones las decisiones las toman dirigentes o grupos de intereses o multitudes enardecidas, o quienes disponen de mayor fuerza bruta para imponer sus pretensiones. Pero en el marco de la democracia norteamericana, los ciudadanos deben escoger los lineamientos generales a través de procesos legales. Mientras el "estilo norteamericano" siga funcionando, las decisiones individuales se reflejarán en la comunidad a través de las leyes y los tribunales; sea el resultado positivo o negativo.

Sin embargo, se observará que las decisiones no siempre se toman por voluntad de la mayoría, sino por la de quienes participan más activamente en el proceso. Un ejemplo de ello es la resonante polémica acerca de la homosexualidad en la que cada grupo se encarga de hacer sentir su influencia. A fin de imponer las propias pretensiones uno puede vociferar, o bien votar coherente y respetuosamente exponiendo las razones con claridad. Ambos métodos funcionan, pero cuanto más recurramos al segundo, más probabilidades de éxito tendremos. De un modo u otro, mientras vivamos en una democracia, estaremos gobernados por el consentimiento mayoritario de quienes intervienen en el proceso. Si bien este método no garantiza derechos o principios éticos verdaderos, proporciona el mejor campo del mundo para sembrarlos.

Hasta aquí, hemos examinado las corrientes internas de esta conmoción acerca de los derechos. Recién ahora la tensión comienza a ceder; se advierte en los rostros desorientados un atisbo de mejora. ¿Quiénes son estos individuos? Son las personas más privadas de sus derechos; los millones de norteamericanos anónimos que trabajan para ganar el sustento diario, que obedecen las leyes, pagan sus impuestos y llevan vidas decorosas. No son agitadores disconformes ni oportunistas inescrupulosos, ya que no buscan privilegios ni favores especiales, ni quizás tampoco participan como deberían en el proceso. En consecuencia, se los hace defender a quienes jamás se defenderían a sí mismos; se los gobierna a través de leyes que ellos consideran injustas, mientras otros se mofan de la justicia; se los ofende malversando los fondos públicos; y se los obliga a rendir homenaje a individuos que se interesan muy poco por la ética.

Preguntas difíciles

La perspectiva de la situación no es muy alentadora. Pero antes de pensar que nosotros somos santos, debemos preguntarnos: ¿Contribuyo a agudizar el problema del correcto proceder y de los derechos de algún modo? Alguna vez, por ejemplo:

Si procedo de este modo aparentemente lícito, ¿acaso no estoy traicionando los principios consagrados por los derechos, la ética y la responsabilidad individual? La licitud y la ética no siempre transitan el mismo camino, a veces las leyes pueden estimular o permitir una conducta dudosa. De Watergate en adelante, se produjo en los Estados Unidos un resurgimiento de la indignación moralizadora, centrado desproporcionadamente en los asuntos y el comportamiento de los funcionarios públicos.

¿No vemos que los principios éticos conciernen a todos los aspectos de nuestra vida privada y pública, ante Dios y ante los hombres?

En una sociedad libre, la paz, la decencia, la iniciativa y la independencia siempre están a la defensiva; y quienes aniquilarían estas nobles cualidades están recordándolas como coyotes alrededor de una oveja desangrada. Estos individuos esgrimen siempre los mismos argumentos, nos hacen dudar si tienen razón y nos provocan una especie de miopía mental para defender nuestras convicciones.

No puede ser que la gente crezca aceptando o aprobando los actos más degradantes del hombre. Si alteramos constantemente nuestras leyes y pautas sociales con el fin de adaptarlas a las actividades humanas más viles e infames iniciamos una vergonzosa e indetenible caída moral. El auto—dominio, sea para conseguir algo valioso o para evitar algo degradante, es un componente de la grandeza. Cuando las leyes y los derechos sean completamente independientes de una moralidad definida y trascendente, la grandeza norteamericana habrá desaparecido, paradójicamente sofocada por una deformación de las mismas fuerzas que crearon esta nación. Observen el tono confidencial del artículo l5 de la Declaración de Derechos del Estado de Virginia:

"...ningún pueblo puede conservar un gobierno libre, sinónimo de libertad, sino mediante una firme observancia de la justicia, la moderación, la templanza, el ahorro y la virtud, y una frecuente recurrencia a los principios fundamentales".

Por cierto, siempre debemos demostrar tolerancia y comprensión hacia aquéllos que tienen una conducta dudosa. Si existe un Dios piadoso que acepta penitentes, lo menos que podemos hacer es intentar levantar al caído, distinguiendo siempre entre el pecador el pecado. Después de todo, nosotros también podemos llegar a encontrarnos en una situación similar. Pero, ¿qué servilismo decadente nos lleva a enlodar la bandera soberana que representa nuestros derechos?

A la manera de Colón, que decidido a navegar hacia Occidente abrió el camino de un nuevo mundo, así nosotros debemos transitar una ruta coherente hacia la conquista de un mundo mejor. Esta ruta presupone un sistema global de derechos fundados en valores morales, permitiendo al mismo tiempo la libertad de elección individual. Puede que no estemos de acuerdo con los detalles, pero lo importante es convenir en el rumbo a seguir en lo esencial.

¿Deseamos progresar como pueblo, desarrollarnos cultural y tecnológicamente, construir una sociedad sana y plena de sentido? Si es así, asumiremos de buen grado nuestras responsabilidades, basándolas en una verdadera unión entre la moral y los derechos.

  1. N. de la R. El autor naturalmente se refiere a la situación en los EE.UU.

(Reproducido por la revista Ideas sobre la Libertad, editada por el Centro de Estudios sobre la Libertad, Nº 40, Año XXIII, Diciembre de 1981, pág. 35 a 44).

Bibliografía

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